A falta de ortografía III
Nos queda tanto tango para ovillar las piernas
con otra soledad aún más sola, si cabe.
Nos queda tanta manga que cortar, tanto cosmos
fosforescente, tanto autobús madrugado,
y el tacto que a esas horas no se afeita el deseo,
tanta habanera en Cádiz,
tanto “Desde que estuve, niña, en La Habana…”
Nos queda tanta boca que llevarnos al pan,
tanto verso aquejado de pubertad, tantísima
anemia vacunable, corregible, de infancia.
Nos queda el erotismo de la palabra, hacerle
el amor a su oficio antiquísimo. Quedan
el cucharón diario de asombro, la liturgia
tan corriente del agua, el beso que aún no tiene
ni nombre ni apellidos, la ecuación que Quien Sea
garabateó en la puerta de atrás de la galaxia.
Nos queda un chapuzón en el agua pasada
que no excita a la noria, que no mueve molino,
pero hidrata la memoria.
Nos quedan argentinos que aparcan sus piropos
en doble fila y besan de perfil y de reojo.
Nos queda aún un café pendiente con la duda,
suicidar la respuesta si nos matan la pregunta.
Nos queda “¿qué hago ahora contigo?, ¿dónde pongo
lo hallado, la sombrilla con desnudo, el unicornio,
la espalda y la hormiguita, los rabos y las nubes;
los pecados que, al cabo, no gasté, los que no pude?”
Nos queda tanto, tanto ruido intolerable,
salirle impertinente a tanto miedo impresentable.
Nos queda ortografía para olvidar las faltas,
la belleza de arcángel de Ernesto Che Guevara.
Nos queda en un lugar –si queda– de los Andes,
de cuyo nombre ahora no consigo olvidarme.
Nos queda grande el tiempo,
nos queda Charo Vargas,
nos queda esta canción
hasta que ya no quede nada.
(Nacho Artacho)
con otra soledad aún más sola, si cabe.
Nos queda tanta manga que cortar, tanto cosmos
fosforescente, tanto autobús madrugado,
y el tacto que a esas horas no se afeita el deseo,
tanta habanera en Cádiz,
tanto “Desde que estuve, niña, en La Habana…”
Nos queda tanta boca que llevarnos al pan,
tanto verso aquejado de pubertad, tantísima
anemia vacunable, corregible, de infancia.
Nos queda el erotismo de la palabra, hacerle
el amor a su oficio antiquísimo. Quedan
el cucharón diario de asombro, la liturgia
tan corriente del agua, el beso que aún no tiene
ni nombre ni apellidos, la ecuación que Quien Sea
garabateó en la puerta de atrás de la galaxia.
Nos queda un chapuzón en el agua pasada
que no excita a la noria, que no mueve molino,
pero hidrata la memoria.
Nos quedan argentinos que aparcan sus piropos
en doble fila y besan de perfil y de reojo.
Nos queda aún un café pendiente con la duda,
suicidar la respuesta si nos matan la pregunta.
Nos queda “¿qué hago ahora contigo?, ¿dónde pongo
lo hallado, la sombrilla con desnudo, el unicornio,
la espalda y la hormiguita, los rabos y las nubes;
los pecados que, al cabo, no gasté, los que no pude?”
Nos queda tanto, tanto ruido intolerable,
salirle impertinente a tanto miedo impresentable.
Nos queda ortografía para olvidar las faltas,
la belleza de arcángel de Ernesto Che Guevara.
Nos queda en un lugar –si queda– de los Andes,
de cuyo nombre ahora no consigo olvidarme.
Nos queda grande el tiempo,
nos queda Charo Vargas,
nos queda esta canción
hasta que ya no quede nada.
(Nacho Artacho)
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